viernes, 20 de febrero de 2009

EXPLOSIÓN EN LA CAMPIÑA DE MAÑANA

Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano

De descanso en las riveras lentas del Lago Calima, presencié un suceso que no sólo ocurre un día sino todos los días del año. Me despertó un griterío que inundaba el espacio circundante. El reloj marcaba las 5:30 a.m. y los ojos se resistían a dejar el sueño. Pero pudo más la alegre algarabía que oía, allá, afuera de la ventana.

El cielo había subido las celosías y el cabello blanco de las aguas se había trenzado tras la altura de las montañas. En los árboles cercanos había fiesta de alas, vuelos de picos pardos y rojos y sonaba en nutrido desconcierto una tromba de trinos y gorjeos.

Miles de aves salieron de sus nidos a saludar el alba y se abrieron los oídos de los guácimos, los guayacanes y guayabos. No importaba que también los turistas somnolientos se extrañaran de aquellas vocecitas salidas de lengüitas y gargantas diminutas. Para la salud del alma la música suave y delicada de estas aves era más desestresante que un baño de yacuzzi o el calor con vapor del baño turco.

La fiesta mañanera entre las casas verdes duró un poco más de media hora. Hasta los pájaros saben que una serenata es sabrosa si no se prolonga demasiado. Mientras las alondras dieron el tetero a sus polluelos y las mirlas negras acicalaron las plumas y los picos, los loros se hicieron la visita y los petirrojos, los azulejos, los sinsontes, los copetones y arrendajos cantaron y desayunaron con gusanos y las migajas de pan y granitos de arroz que encontraron esparcidos por la grama.

Poco a poco cesaron las cantatas con sus arias, el vocinglerío y el parloteo. Las parejas y los solteros se despidieron y emprendieron su desaforado vuelo. Unos tomaron rumbo hacia el oriente y otros vagaron en círculos buscando alinearse hacia el sur o el occidente. Su instinto los llevaría hacia árboles, bosques o sabanas a buscar el sustento o a anidar lejos del rincón materno.

Las cabañas de veraneo de Comfandi y los oídos quedaron en silencio. Hasta allá no llega el azaroso humor de las cantinas con su monótono batir del raeguetón y su tambor. En ese remanso de la naturaleza no se oye el rechinar de la sierra cuando troza el pino o el otovo. No se oyen las bombas desde el avión o el estampido del rocket o de la mina quiebrapatas. Todavía hay lugares donde el ciudadano puede aislarse de la guerra infame y calculada. Todavía quedan pájaros, garzas, agua rizada por el viento, nube fresca que invite a buscar el calor de la persona amada. Todavía hay eucaliptos y buganvilias que aromen las narices y adornen el paisaje.

¿Será cosas que sólo los poetas descubren estas cosas, o que sólo disfrutan los que alguna vez conocieron la tranquilidad y belleza de la campiña? ¿Será que la sensibilidad del ser humano no prefiere la paz de la vida del caballo y el rumor del río al rugir de los exostos y la sirena de las ambulancias en las ciudades? ¿Será que es un desperdicio social seguir exigiendo al empresario que siga cotizando a las Cajas que tienen la misión de aportar a la salud mental y familiar?

¿Usted ha salido de la ciudad a oler la frescura de la tierra, a disfrutar la sencillez del campo y la paz de las aguas de un río que baja libre en cascada de la montaña? 22-02-09

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