jueves, 26 de febrero de 2009

EL EXTRAÑO CASO DEL CAMPESINO COLOMBIANO

Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano

Quienes nacieron cerca del campo o nacimos de padres que se levantaban a la madrugada a sembrar fríjoles o a recoger papa, yuca y arracacha del vientre de la tierra en Pueblo Viejo de Fosca o en la casa de mis primos Baquero, lo comprendemos. Los abuelos se crecieron y murieron arando y echando azadón. Ese era su alfabeto, eso era lo que sabían y lo aprendieron de sus tataranietos. Escasamente si conocían el valor de la moneda para comprar los fósforos y la leña para hacer pan de maíz en el horno de barro. Tal vez hicieron primero de primaria en una escuela a la que tuvieron que ir a pie a unos kilómetros.

Sabían firmar para sellar con lacre una escritura o la cédula para cumplir con un “deber” ciudadano. No sabían mucho de números porque los dedos sólo les llegaban a diez. Sus sueños eran tranquilos porque todavía no había aparecido la “chusma” roja ni la chulavita. No sufrían de pesadillas porque lo que tenían les bastaba para su subsistencia y para hacer el trueque con sus vecinos y en la tienda. Hasta les sobraba para llevar una gallinita al cura en la fiesta de san Roque.

Sus haberes consistían en la casa de teja de barro y paredes de adobe sin quemar, una hectárea no más de tierra para cultivar y pare de contar. Ni siquiera tenían bueyes ni yunta para que su trabajo fuera más humano. Perdón, con ellos –ya todos muertos, incluso mi padre y tíos - su trabajo era, como lo tituló Nietzsche, “Humano, demasiado humano”
. Lo que más apreciaban era la calidez con la familia, la honradez, el trabajo y la paz de poder dejar la puerta abierta y los paseos con avío o ir hasta Cáqueza a comer morcilla, papa amarilla frita y cuchuco con marrano.

Era todo un acontecimiento saludar al alcalde, al maestro de la escuela, al cura. El gobernador jamás se aparecía ni mucho menos el Presidente o el ministro de agricultura o desarrollo. Las carreteras eran destapadas y de una sola vía. De Une hacia Fosca era una continua aventura, especialmente en invierno. Pero había paz, se oía el rumor del rezo del rosario de noche y los mercados del domingo en la plaza eran una fiesta de abundancia y baratura.

Esos tiempos aquellos de bosques repletos de árboles, ríos caudalosos con agua pura, de sol y lluvia sobre los sembrados rozagantes ya pasaron. Las familias se reprodujeron y los hijos se fueron a la gran ciudad. Ya no hay paz, ya no hay mercado en la plaza, ya no hay campos. Quedan el alcalde, los policías, las carreteras peores, el paisaje con árboles caídos, los ríos sedientos. Los pueblos viejos de provincia, como Quetame y Samaniego, sufrieron el síndrome deprimente de Benjamín Button. Su vida próspera y feliz y su reloj derecho caminan al revés.

El olvido, la indolencia oficial, la falta de estímulo a mejorar calidad de vida y de trabajo de los pueblos agricultores, ha sido la conducta permanente del Estado. No hay todavía tecnología que reemplace el duro azadón que encorva las espaldas y roñe las uñas y encallece.

Llegó el siglo 21 y encontró en los campos el arado frío debajo de una ruana boyacense. Nadie le lleva las cuentas al campesino, como al secuestrado, cuántos días y meses y años, llevan con su pobreza a cuestas y sus ojos secos por el viento.

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