sábado, 13 de junio de 2009

TAURUS LLEGÓ EN LAS AGUAS DEL OASIS AL ARMITAÑO

Por Leopoldo de Quevedo y Monroy
Colombiano

Muy temprano, el eremita se enfundó en un su parda capa y salió en busca de agua en el oasis lejano. Cada año hacía este viaje como un homenaje a la vida que llevaba y para darse a la práctica de la meditación mientras caminaba. Sobre su cabeza sólo unos cuantos cabellos largos se elevaban por el viento. No la cubrió para disfrutar del desorden de los mismos sobre su frente lisa todavía.

Seis horas, sin detener su paso, sin más compañía que el pensamiento y la finita brisa de la arenisca sobre su rostro. Apretados los labios, respiraba hondo y seguro. Allá, en la línea ecuatorial divisó por fin las formas erectas del cactus y de los helechos escarchados que rodean el manantial que ansían los beduinos en su camino.

Saludó a la aurora que a las seis de la mañana sacaba sus brazos por entre la sábana blanca que la cubría. Descalzó sus pies de las sandalias de cabrito que había confeccionado él mismo para conservar con amor el recuerdo de su padre el cabro. Echó a un lado su capa, hincó sus rodillas en la orilla de las aguas argentinas, lavó un tanto sus manos, mojó su frente y sus mejillas y tomó en el cuenco de sus palmas el agua generosa. Cuando la iba a beber notó una sombra en el fondo de la mana y el agua que sostenían sus dos manos se escurrió por entre los dedos.

La figura no muy precisa de un toro con sus astas se meneó entre las arrugas del cuerpo del agua quieta que sintió las manos que la movían. El ermitaño frunció las cejas en movimiento extraño, pues no acostumbraba a asustarse de las cosas que sucedían en su entorno. Hacía tiempo apenas si veía de lejos los camellos y los bisontes no habitaban por aquella parte del desierto. ¿Por qué un toro parecía revolver sus pitones y su voz ruda quería salir a borbotones del fondo del genio de las aguas?

El ermitaño contuvo su sed y cerró los ojos para volver a abrirlos y mirar el espíritu del agua que lo abrazaba con la redondez de su ancha copa. Era tal vez una alucinación por el cansancio, de esas que padecen los bereberes cuando se pierden y vagan después de un simún o largo tornado. La sombra que ha poco vio ya no lo miraba y los cachos del cuadrúpedo no se mostraron con insolente furia. La visión desapareció así tan pronto como se había filtrado por las hendiduras de las gotas que llenaban el estanque.

Sin embargo, la figura del toro siguió mirando en la memoria al eremita. El toro es el símbolo de la fuerza masculina, es un signo de vitalidad y arrebato con violencia. ¿Significaría aquella aparición tan abrupta en su peregrinación hasta el agua pura, que algo turbio se escondía en aquel cuerpo escueto y desprovisto ya de carnes? ¿La permanencia en el rincón alejado del mundo había guardado acaso incólume la raíz de un machismo muy barbado?

El aprendiz de anacoreta recogió su capa y calzó sus pies de nuevo. Apresuró su paso al promediar la tarde, meditativo. En su lento caminar hacia su cueva no divisó el arrebol granate que lo cobijó por largo rato. No era alucinación sino el reflejo que su inconciente había trazado de su interior estado al intentar beber el agua virgen. Esa noche la sombra de Taurus empezó en su pecho a desvanecerse y el eremita deseó con todas sus fuerzas desprenderse de todo afán de dominación y gloria.

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